Como cualquier nación europea, nuestra identidad se ha forjado por la
unión de territorios y el sentimiento de pertenecer a una misma
comunidad, por encima de costumbres e idiomas. Nunca hubo diferencias
raciales ni religiosas, pero desde hace años en Cataluña, utilizando
como excusa la existencia de una lengua minoritaria y un particularismo
presente en cualquier otra región, se ha gestado una abierta
confrontación con la idea global de España. Muchos factores han
contribuido a ello: la Ley Electoral premió a los partidos nacionalistas
y se toleró una política hostil hacia el concepto de españolidad.
Ahora, el equilibrio proyectado en el Estado Autonómico, se ve amenazado
por las demandas independentistas reforzadas por políticas educativas
que han formado dos generaciones de jóvenes en la creencia de un pasado
inexistente y la enseñanza de lo español como algo ajeno. Lo que desde
su inicio se contemplaba como una diversidad cultural, ha derivado a la
creación de una Historia falseada, donde Cataluña aparece siempre como
víctima esquilmada por un centralismo egoísta. En su delirio
secesionista, los añorados Países Catalanes incluyen Baleares y Valencia
como parte de su quimera. Podrían, igualmente, demandar el Rosellón,
Sicilia, Córcega y Nápoles, que fueron parte de la Corona de Aragón.
Las dificultades económicas de Cataluña se utilizan como expresión de
marginación y se proclaman abiertamente los aspectos diferenciales para
iniciar una aventura solitaria, sin importar las consecuencias de todo
tipo que ello supondría pero, incluso nadando en riqueza, se esgrimirían
las mismas intensiones. Frente a las continuadas exigencias
nacionalistas ya se oyen voces de hartazgo pidiendo la ruptura
definitiva. ¿Conduciría esto a una nueva reorganización de España o a la
emigración de masas de población de unas zonas a otras? ¿Se apagarían
definitivamente los sentimientos de mutuo agravio? Un gran número de
catalanes se sienten también españoles, pero su voz queda ahogada dentro
del clamor independentista. ¿Cómo reaccionarían tras la secesión sin
renunciar a sus propias raíces? ¿Y cómo lo haría el resto del país ante
los catalanes que viven y trabajan en las demás tierras de España? Tras
la secesión podría iniciarse la marginación de quienes comparten el amor
a su patria chica con la pertenencia a España y la segregación una
población que se consideraría extranjera. Con la convicción de que nunca
se llegará a enfrentamientos hemos olvidado que España ha sido la única
nación del mundo occidental donde en el último siglo las diferencias
políticas condujeron a una guerra civil. Y también, el único país
europeo que adorna su historia en los dos últimos siglos con
levantamientos militares, tres guerras carlistas y los movimientos
secesionistas ocurridos con la Primera y Segunda República.
Hoy, Cataluña y el País Vasco ya ni siquiera aceptarían una unión
federal con el resto de España, sencillamente porque están dirigidos por
radicales que no se consideran españoles y han alimentado con éxito en
gran parte de su población el rechazo a cualquier idea de unidad. Un
referéndum nacional tendría escasa utilidad práctica, porque nunca sería
aceptado por una de las partes: no hay que olvidar que los
nacionalistas vascos nunca respaldaron la Constitución y que los
catalanes han mostrado su reiterado desafío a la misma. Tampoco
acallaría las demandas ni apagaría los sentimientos fomentados por sus
actuales dirigentes. Reclamar las inversiones realizadas en sus
territorios durante décadas nunca será reconocido por quienes han sido
sus beneficiados, en un país donde las deudas históricas constituyen el
argumento identitario de todas sus autonomías.
El sentimiento de pertenecer a España se ha convertido en una cuestión
financiera, donde los deseos de independentismo se argumentan como si la
pertenencia a un país se tratase de un simple balance económico,
olvidando los lazos familiares e históricos que durante siglos les
mantuvieron unidos. Es el final que se veía venir tras el fracaso del
Estado Autonómico y que puede acabar en un enfrentamiento de dimensiones
dramáticas. La responsabilidad final radica en la falta de pulso que
impregna un país donde la exhibición de su bandera o el recuerdo de una
historia común se consideran hechos vergonzantes y en la falta del valor
suficiente para acabar con todo lo que signifiquen desafíos a la
convivencia común.
Hace no muchos años, existía un país llamado Yugoslavia que, tras
matanzas y desplazamientos de población, acabó desintegrado en siete:
Eslovenia, Croacia, Bosnia, Serbia, Montenegro, Macedonia y Kosovo. La
mayor parte jamás existió o sus antecedentes históricos se remontaban a
breves periodos de independencia, pero surgieron justificados por la
religión, la lengua y el despropósito criminal de sus dirigentes.
¿Alguien les advirtió de que algún día el infierno estallaría entre
ellos?
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